martes

Milagro sin acuse de recibo.

Aire espeso y premonitorio. Una subida pedregosa que se atraganta. La soledad y el sudor se abaten sobre mi cabeza y los rayos de sol intentan huir de las nubes que se ciernen amenazadoramente. A lo lejos, un mojón, como pintado en un lienzo de cielo gris, me invita a seguir por la izquierda. Esto se merece una fotografía. Miro a mí alrededor y los altos árboles me recuerdan con su silencio que llevo días solo. Decido colocar la cámara sobre el suelo y captar la instantánea, y es cuando alguna ley de Newton hace el resto. Mi pantalón ha decidido suicidarse ante mi atónita mirada. Escena cómica si no fuera porque carezco de otro de repuesto y me queda otra jornada para arribar a algún pueblo con tiendas. Gajes del fantasmal camino aragonés. A pesar de todo, hago la foto para la posteridad de mi amor propio, y emprendo la marcha ante la atenta mirada de los pájaros, que parecen reírse desde su altiva posición.


Próximo parada, un pueblo con el único servicio de bar, calles vacías y ventanas cerradas. Allí, mientras me tomo discretamente un café, confirman mis augurios, aún queda un día para poder comprar lo que necesito. A la salida, un perro me mira con sorna.

Es entonces, unos kilómetros mas allá, cuando observo un árbol a la vera del camino, solitario, tímido, decorado de forma extraña. Conforme me acerco, voy reparando que el adorno no es de Navidad sino… ¡un pantalón vaquero! Miro a mi alrededor y allí no había nadie que pudiera reclamarlo, ni piscinas, balsas o albercas próximas. Era un pantalón de mi talla, limpio, de hombre y sin dueño conocido.
El Camino me daba sin acuse de recibo lo necesario para continuar mi peregrinaje. Faltaba que se abriera el cielo y cayera un haz de luz para simbolizar un auténtico milagro a lo Marcelino, pan y vino. Pero el mundo no está para estos alardes, y el Camino no iba a ser más.

La Ruta de las Estrellas, al igual que la vida, concede cada día estos y otros milagros. Están ahí, sólo hay que descubrirlos.